Aunque no sea un ferviente admirador de la obra de John Le Carré, siempre
me han atraído las historias ambientadas en la época en el que el mundo se
concentraba a ambos lados del ya para muchos olvidado telón de acero, donde la
paz mundial parecía siempre una docena de huevos en manos de un equilibrista
tambaleándose sobre un cable defectuoso. Afortunadamente la mayoría de la gente
no era consciente de lo frágil que era esa paz pos segunda guerra mundial y lo
cerca que estuvimos del abismo. En aquella época el espía, con todas esas
dobles, triples y cuádruples identidades, moviéndose con extremado sigilo en
ambos mundos y manejando información tan potencialmente devastadora como una
bomba de neutrones, solitario y esquivo por exigencias del guión, era una
figura carne de novelón. Le Carré y muchos autores de aquella época se nutrieron
de ese aura casi mítica del currante de guerra fría para sus tramas, mucho más
cercanas a la realidad de lo que al común de los mortales de aquella época le
hubiera gustado. “El Topo” parte de una de ellas: el gobierno británico tiene
la sospecha de que en la cúpula de sus servicios secretos hay un informante de
la mala, malísima, KGB y encarga a un prestigioso agente jubilado, el hierático
George Smiley (apellido que no deja de ser graciosete, tratándose de quien es)
que descubra al traidor. Aquí se inicia una apasionante investigación, donde lo
que menos importa es la identidad del topo (para mi evidente casi desde el
principio por un elemental error de casting de la película, uno de los pocos),
sino como se van desentrañando las complejidades del asunto y como Smiley
(magistralmente interpretado por el otrora histérico Gary Oldman, que
prácticamente no mueve una ceja en todo el metraje pero que va revelando solo
con la mirada el inmenso mundo interior del imperturbable protagonista creado
por Le Carré) va acumulando pistas en esa estimulante partida de ajedrez en la
que se convierte “El Topo”, metáfora hecha carne con esos cinco peones al que
el personaje de John Hurt confiere la identidad de los cinco sospechosos, como
si se tratara de un argumento de Agatha Christie, donde uno a uno van cayendo
según la investigación avanza. En esta película la atmósfera es tan
inconfundible, la ambientación tan extraordinaria y el ritmo tan preciso, que
no puedes evitar pensar que detrás de la cámara se encuentra algún artesano
inglés que vivió en primera persona aquellos últimos coletazos de la guerra
fría: un John Boorman o incluso un Mike Newell, pero no, dirige el joven
director sueco Tomas Alfredson (autor en mi opinión de una de las mejores
películas de la última década: la historia de vampiros “Déjame Entrar”, con
argumento e imaginería visual radicalmente alejados de los que podría pedir una
historia como la de “El Topo”) que maneja
los resortes de la narración con una solvencia apabullante. Súper recomendable: 8/10.