martes, 27 de diciembre de 2011

CINCO NEGRITOS



Aunque no sea un ferviente admirador de la obra de John Le Carré, siempre me han atraído las historias ambientadas en la época en el que el mundo se concentraba a ambos lados del ya para muchos olvidado telón de acero, donde la paz mundial parecía siempre una docena de huevos en manos de un equilibrista tambaleándose sobre un cable defectuoso. Afortunadamente la mayoría de la gente no era consciente de lo frágil que era esa paz pos segunda guerra mundial y lo cerca que estuvimos del abismo. En aquella época el espía, con todas esas dobles, triples y cuádruples identidades, moviéndose con extremado sigilo en ambos mundos y manejando información tan potencialmente devastadora como una bomba de neutrones, solitario y esquivo por exigencias del guión, era una figura carne de novelón. Le Carré y muchos autores de aquella época se nutrieron de ese aura casi mítica del currante de guerra fría para sus tramas, mucho más cercanas a la realidad de lo que al común de los mortales de aquella época le hubiera gustado. “El Topo” parte de una de ellas: el gobierno británico tiene la sospecha de que en la cúpula de sus servicios secretos hay un informante de la mala, malísima, KGB y encarga a un prestigioso agente jubilado, el hierático George Smiley (apellido que no deja de ser graciosete, tratándose de quien es) que descubra al traidor. Aquí se inicia una apasionante investigación, donde lo que menos importa es la identidad del topo (para mi evidente casi desde el principio por un elemental error de casting de la película, uno de los pocos), sino como se van desentrañando las complejidades del asunto y como Smiley (magistralmente interpretado por el otrora histérico Gary Oldman, que prácticamente no mueve una ceja en todo el metraje pero que va revelando solo con la mirada el inmenso mundo interior del imperturbable protagonista creado por Le Carré) va acumulando pistas en esa estimulante partida de ajedrez en la que se convierte “El Topo”, metáfora hecha carne con esos cinco peones al que el personaje de John Hurt confiere la identidad de los cinco sospechosos, como si se tratara de un argumento de Agatha Christie, donde uno a uno van cayendo según la investigación avanza. En esta película la atmósfera es tan inconfundible, la ambientación tan extraordinaria y el ritmo tan preciso, que no puedes evitar pensar que detrás de la cámara se encuentra algún artesano inglés que vivió en primera persona aquellos últimos coletazos de la guerra fría: un John Boorman o incluso un Mike Newell, pero no, dirige el joven director sueco Tomas Alfredson (autor en mi opinión de una de las mejores películas de la última década: la historia de vampiros “Déjame Entrar”, con argumento e imaginería visual radicalmente alejados de los que podría pedir una historia como la  de “El Topo”) que maneja los resortes de la narración con una solvencia apabullante.  Súper recomendable: 8/10.