La clase trabajadora de este país ha estado dormida durante décadas en el sueño burgués de una clase media inexistente. Consistía en hacernos creer que trabajar de ocho a ocho renunciando a nuestra familia y a nuestra vida para pagar una hipoteca hasta más allá de la edad de jubilación era lo más próximo a la felicidad y la estabilidad que un currante podía conseguir. Que quedarnos un par de horas trabajando todos los días después de la jornada laboral sin cobrar extras era síntoma de nuestro compromiso y laboriosidad. Que votando una vez cada cuatro años a un partido éramos convenientemente representados. Que la izquierda política defendía nuestros derechos por encima de todo. Que las ideas estaban pasadas de moda y que la derecha política gestionaba mejor nuestras ansias de prosperidad. Que volviendo a endeudarte para pasar dos semanas al año en la playa es un salto cualitativo en nuestra calidad de vida en comparación con nuestros abuelos. Que contratando un seguro médico privado nos distanciábamos de una sanidad pública en manos de los inmigrantes y la chusma desarrapada. Que nuestros hijos serían mejor educados en colegios privados entre padrenuestros y disciplina secular. Que compremos, nos endeudemos y nos entreguemos en brazos del padre Capital como cachorros enfermos necesitados de orientación y cuidados. Que olvidemos convenientemente que somos inmensa mayoría en un sistema controlado por muy pocas manos. Atados a los bancos por el derecho constitucional a una vivienda, atados a las empresas por la necesidad de tener recursos suficientes para pagar a los bancos, atados y amordazados por la ilusoria ansiedad de creernos dueños de nuestro destino.
Cuando llevas tanto tiempo encerrado en esa burbuja de cristal creada por las clases minoritarias que ostentan el dinero, el poder y la capacidad de sostener tal burbuja mientras ellos sí que viven en la realidad del progreso en sus cuentas bancarias y en un patrimonio que pueden dejar a sus hijos, solo un terremoto puede romper el caparazón que te envuelve. De repente te das cuenta de que nos necesitan dormidos, atados y empobrecidos. Necesitan que ocupemos sus oficinas, sus fábricas o sus talleres, que vigilemos su bienestar vestidos de uniforme y cargados de porras como si eso nos elevase un escalón más hacia El Dorado, que limpiemos sus calles, que conduzcamos su transporte público o demos clase en sus escuelas, que les hagamos todavía más ricos y más felices sin rechistar, sin pensar, viviendo el sueño de que podemos llegar a ser como ellos si nos esforzamos, si no reivindicamos nuestros derechos, si nos olvidamos de quienes somos. Cuando la peor crisis financiera de la historia nos arroja este cubo de agua fría a la cara y nos espabilamos atónitos, se apresuran a esconderse asustados tras unos partidos políticos que han protegido sus prebendas y sus vergüenzas desde los tiempos en que pudieron taparnos la boca con la palabra democracia. Esos partidos políticos que, olvidando a la mayor parte de su electorado, rescatan a la banca con nuestros impuestos mientras se nos despide, se nos congelan las pensiones, se nos embarga el techo sin cancelar la deuda hipotecaria que esos mismos bancos irresponsables nos han obligado a contraer mientras el sueño burgués parecía cobrar forma entre cuatro paredes sobrevaloradas, se nos pide moderación salarial en un país de mileuristas, se nos despoja de cada vez más escasos derechos laborales mientras esas minorías dirigentes se relamen ante la oportunidad histórica de empequeñecernos más, de que nuestras dudas y nuestras deudas nos conviertan en juguetes todavía más dóciles con los que seguir alimentando su pequeño ecosistema liberal. La frase “Un ciudadano=un voto” les horroriza. La posibilidad de que un diputado represente exclusivamente al grupo de individuos que le ha votado les aterra. Porque la Democracia REAL estaría en manos de la mayoría REAL y saben muy bien quienes constituimos dicha mayoría. Saben perfectamente quien tendría el toro por los cuernos en este país. Asi que no tienen otra opción que tratar de banalizar a toda costa lo que está ocurriendo en la calle en los últimos días. Puede que con la ayuda de sus medios de comunicación, de los políticos entregados a su causa y de aquella parte de la clase trabajadora a la que han convencido durante años de que comparten los mismos intereses y que todavía sigue anestesiada o que tiene miedo a reflexionar y darse cuenta del timo social y económico en el que les han hecho vivir durante décadas, lo consigan. No lo sé. Pero si tengo la certeza de que en este país muchos han visto la verdadera cara de sus vidas teledirigidas por primera vez en su vida y no están dispuestos a volver a renunciar a esa poderosa sensación de saber quién eres y de que es lo que realmente quieres. De tener la certeza de que el sistema es propiedad de sus dueños legítimos. Y que pueden cambiarlo.
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